Describe cómo eras de niño como si
fueras un personaje de un libro (narrador en tercera persona).
Sin lugar a dudas Andrea tuvo una infancia feliz, a su modo. Era la segunda de cuatro hermanos. Creo que por eso no la gustaba llamar la atención e iba casi siempre a su aire. Ya se sabe…: la mayor porque es la mayor, la pequeña porque es la pequeña, y a la del medio nunca se la ve. Creo que aquello condicionó su manera de ser. Hablaba poco, pero tampoco la preguntaban. Ella se construía su universo particular siempre que podía y le miraba a través de sus gafas rosas.
Todos los días iba a la escuela. La encantaba.
Allí estaban sus amigos, y la maestra la trataba con cierta familiaridad. Entonces
había clase por la mañana, iba a comer a casa el cocido de todos los días, y
por la tarde volvía a la escuela, hasta las cinco. Merendaba, hacía los deberes
sin rechistar y después a la calle, a correr, si el tiempo no lo impedía.
Siempre la misma rutina. Y así pasó su infancia, sin enterarse. La rutina se había
impuesto de manera tan natural en su vida que casi no se daba cuenta de ello.
Día tras día todo era igual. Pero a ella no parecía importarle. Era una
imposición que llegaba hasta en la forma de vestir. La primera temporada vestía
igual que su hermana mayor y, después, cuando crecían, su ropa la heredaba la
hermana pequeña y Andrea, la de la hermana mayor, de manera que una temporada
compartía modelo con la hermana mayor y la siguiente, con su hermana pequeña.
El mismo modelo siempre. A Andrea no la gustaba ir vestida siempre como
alguien. Le habría gustado que la hubieran dejado tener un mínimo de identidad
propia, un poquito de «personalidad», que ya desde pequeña la arrebataban de
aquella manera tan inconsciente. Por todo eso, y por su papel de segundona
pronto empezó a creer que nadie la veía, que solo era una más que hacía bulto
en una familia tan numerosa.
Pronto empezó a sentirse cómoda en su soledad.
Pronto empezó a volar con la imaginación, a inventarse momentos en los que era
un personaje diferente mientras revolvía, curioseando, la ropa de los armarios
y se ponía los zapatos de tacón de su madre. Se probaba la ropa en su
cuerpecito menudo y se miraba al espejo, sujetándose primero su largo cabello
con la mano, dejándoselo suelto después. No la importaba que, a pesar de su
delgadez y de que la sobraban un buen número de tallas, la ropa la estuviera
enorme. Se la ponía igualmente e imaginaba que era una gran dama de otros
tiempos.
Pero también pasó muchos momentos felices junto
a su perra Mora. Andrea y sus
hermanas habían jugado con ella desde siempre. La consideraban como una más de
la familia, con la sola diferencia de que vivía en el patio. Qué buena era la
Mora. Andrea se subía encima de ella a modo de intrépida amazona cabalgando un
hermoso corcel. Qué ingenua era. Aquella misma inocencia que la llevaba a
maravillarse cada vez que amanecía un día y descubría que la Mora, como por
arte de magia, había tenido cachorritos. Aquella misma candidez que la impedía
ver que, en los días sucesivos, iban desapareciendo las crías, sin preguntarse
por qué.
Y así pasaban los días. En verano aprovechaba
para dar largos paseos en bici por una carretera entonces apenas transitada por
coches. Iba con los niños del pueblo y con Pili, una chica ya mayor que
veraneaba allí, y que los llevaba de vez en cuando hasta bien lejos del pueblo
a experimentar el placer de sentir la brisa del campo en la cara. Su madre la
ponía crema para que no se achicharrara la delicada piel llena de pecas.
Qué lejano queda ya todo eso. Todavía tenía
hermanos con los que jugar. Padres que se preocupaban de ella. Amigos que lo habían sido de toda la vida…
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